Noche helada de un Febrero bisiesto, regreso a casa después de la rutinaria jornada laboral a sumergirme en la tranquilidad de mi pequeño pueblo enclavado en el centro de la meseta. Es uno de esos pueblos característicos del interior del país, inmune al tiempo y al progreso, apto para una estampilla de colección, un pueblo de cortas y apacibles calles que aun exhiben aleros de mohosas tejas crujientes e inclinadas paredes de adobe. Oloroso a café por las mañanas y a cítricos por las tardes. Fervoroso en Abril por el aniversario de su santo patrono y apasionado los Domingos en el estadio teñido de amarillo. Con pintorescos personajes rondando las principales arterias e infinitas historias en las esquinas, barberías, parques y billares.
De pronto me percato que la habitual calma de mi barrio ha sido interrumpida por nuevos vecinos temporales que han llegado a instalarse con su carpa colorida y deteriorada a un predio baldío a escasos metros de mi casa. ¡Llegó el circo! Grita un niño emocionado mientras corre desesperadamente en dirección a la improvisada entrada. Es uno de esos circos modestos que deambulan por los pueblos, cargados de esperanzas y armazones sarrosas, llevando ilusión a cada rincón donde llegan, ganándose la vida con el arte del entretenimiento en un país donde cada día es más difícil entretener y ganarse la vida al mismo tiempo.
Con pocas opciones de diversión en el pueblo, esta precaria carpa iluminada se convierte en una distracción diferente y seductora para niños y adolescentes. La escena de esa noche me transportó atrás en el tiempo, a mis años de infancia cuando la emoción me embargaba al escuchar la ‘barata’ por las calles anunciando la función del circo de turno. Enanos mal encarados, bailarinas con sobrepeso, payasos espontáneos, animales de costillas resaltadas, magos predecibles, todos bajo la misma carpa de ilusión, forjando sonrisas y aplausos en el público, ganándose el asombro de los más chicos y el respeto de los más grandes por su notable esfuerzo en la pista.
Al llegar la despedida, el público asistía efusivo a la última función con entrada ‘de gancho’. Esa función que terminaba repitiéndose por varias noches ‘a petición del público’. Esa función que la ‘barata’ advertía en las calles que debíamos llegar temprano para no quedarnos sin lugar, para no quedarnos afuera. Recuerdos inquietos de infancia revividos con mis nuevos vecinos temporales. Es la primera vez que tengo un circo tan cerca de mi casa pero paradójicamente no asistiré. Ya no me atraen las entradas de ‘gancho’ ni el Michael Jackson más pequeño del mundo. Ya no me seduce la ‘barata’ insistente y bulliciosa de las tardes.
Las gratas experiencias de los circos de pueblo ya forman parte del archivo de mi memoria, colocadas en un estante especial. Es turno ahora de las nuevas generaciones ilusionarse con los artistas circenses, probablemente algunos son los mismos de mi infancia, regresando a mi pueblo por enésima vez, con los mismos trajes y accesorios, con los mismos chistes y acrobacias. Durante un par de semanas y por unos cuantos córdobas habrá una opción distinta de entretenimiento sano en este pueblo pequeño de cortas y apacibles calles, inmune al tiempo y al progreso. Hospitalario, humilde, trabajador, amarillo, agradable. Oloroso a café por las mañanas y a cítricos por las tardes. Fervoroso en Abril, apasionado los Domingos.
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